Paraíso de Dios. (Adiós al Año Internacional de los Bosques 2011)

 Dicen del alma que es eterna, y que se fortalece cuando somos niñas. Durante la infancia el alma juega, imagina, crea y luego sigue su largo camino, de cuerpo en cuerpo, de espacio en espacio. Recuerdo que mi alma siendo niña, llena de curiosidad   e inquietud, aprendió pronto que a través de las manos y de la escritura, podía expresar  miedos e incertidumbres ante lo eterno, lo acabado y lo humano.
Así que mi alma de apenas doce años, decidió volar a través de las palabras. Se convirtió como afirmaba Lacroix, en una  palabra con alas que necesitaba posarse y ser oída. Me  presenté a un concurso literario infantil sobre el futuro de los bosques, anhelaba que fueran parte de la eternidad como el alma. Mis fantasías de niña, mi desesperanza ante lo que los mayores destruían, lo peor que pensaba que podía pasar lo dejaba escrito en estas líneas:


"Los bosques del futuro" Año: 2122
Lugar: Un pequeño bosque perdido
Amanece el día y el cielo llora levemente. Las lágrimas saladas, se deslizan por las hojas que adornan los árboles. Hay niebla y los habitantes del bosque aún no se han despertado.
            Me parece divisar ya algunas ardillas corretear. ¡Mira!, una se dirige hacia mí. Se acerca lentamente. Es pequeña, tierna. Se deja coger entre mis brazos. Sus grandes ojos castaños me miran con tristeza; parece que me pide ayuda...ahora me doy cuenta, está llorando.
            No entiendo porqué llora e intento comprenderla. Pero no puedo. ¡Espera!, está señalando hacia algún sitio. Señala a mi alrededor. Quiere que mire su hogar. Alzo la mirada y no veo nada extraño. Ella insiste en que vuelva a mirar. Vuelvo a alzar la mirada, y me dedico a observar detenidamente la situación del bosque.
            Ahora entiendo su lloro. El bosque realmente es pequeño, muy pequeño. También me doy cuenta de que hay pocos animales, extraño. Los que he visto, están tristes, con un semblante retraído.
            Los árboles, en cambio, son grandes, voluminosos. No entonan con el ambiente desolado del bosque.
            Me acerco hacia un gran árbol, parece ser el más anciano del bosque. Lo acaricio y me doy cuenta de que... ¡son árboles mecanizados! No son naturales, son fabricados por el hombre. ¡Son adornos! me acerco a los demás árboles con alguna esperanza, pero todos son iguales. De plástico y mecanizados. ¿La ardilla será de plástico? No, su corazón late fuerte pero poco a poco.
            Ahora entiendo su lloro. El bosque vacío, poco digno de ese nombre.
            Yo también lloro. Es inevitable. Me doy cuenta de que no existen los bosques. Son bosques fantasmas.
            Desahógate, que tu hogar está dormido. Se ha convertido en tristeza, desolación, engaño. Desahógate, que tu hogar está muerto".

            Después fueron pasando los años terrenales, y mi alma se transformó en lucha, en activismo social y ecológico. Batallando para que los sueños fuesen realidad viajé con veintisiete años como voluntaria a República Dominicana. El Caribe con toda la magia de su riqueza cultural y su naturaleza me acogió con alegría y sabor latino. Bosques tropicales repletos de especies endémicas como la palma real, o la palma de catey. Caminos adornados por plataneras y cítricos frutales, y fronteras marcadas por playas puras y cristalinas, maquillaban el paraíso a ritmo de salsa y bachata.                                                                          
  Pero mi destino se encontraba en la otra cara de lo mostrable, de lo turístico. Iba a colaborar con una ONG en Haina situada en el sureste de la isla, dónde escaseaba el paisaje caribeño. La invasión industrial había devastado lo natural, facilitando el crecimiento de comunidades dominicanas y haitianas que hoy sobreviven con la mayor dignidad en condiciones de máxima pobreza.
             La herida más grande producida por la avaricia de la industria se encontraba en los Bajos de Haina, 22 kilómetros al oeste de Santo Domingo, en una comunidad llamada Paraíso de Dios. Nadie supo decirme de dónde venía su nombre, pero yo estaba segura de que era el lugar dónde Dios descansaba los domingos bajando hasta las orillas de su mar cálido y suave para mojar sus pies. Siglos y siglos después, se considera el tercer lugar más contaminado del mundo. Una planta de reciclaje de baterías para automotores, que por veinte años operó sin cumplir ningún control ambiental, le regaló al pueblo y a la tierra dominicana este honorífico título. El plomo se convirtió en aire, la sangre de los lugareños en plomo. Hay millones de partículas de plomo en la tierra, en las rocas, en los juguetes de los niños y niñas. La tierra impura y castigada igual que sus habitantes enferman con frecuencia. En Bajos de Haina, las enfermedades son por asma, bronquitis e infecciones diarreicas agudas; y los pulmones de su tierra: la cuenca hidrográfica del Río Haina y su área costera, han ensombrecido, perdiendo la luz de su biodiversidad. El suelo que pisan sus habitantes en cada desayuno, en cada encuentro de amor, en cada baile íntimo contiene plomo, cobre, ácido sulfúrico, cloro y amonio.  
            La eternidad aquí se desvanece: bosques sometidos , tierra contaminada, familias luchando por recuperar la dignidad de su hogar, de sus raíces. Centenares de líderes comunitarias denuncian su situación, la de sus hijos, la de sus frutos; y cómo en mi pequeña redacción infantil, se desahogan llorando porque su hogar está dormido, anestesiado por el crecimiento industrial, por la posesión de la tierra sin rendición de cuentas a nadie.
            De pequeñita, grité a voces y reflejé con tinta mi miedo ante la idea de que los bosques y paisajes desaparecieran. Una redacción que ganaba un pequeñito premio infantil, se convertía años después, en una premonición, en una certeza. La solución que algunos estudios ofrecen para Paraíso de Dios es la despoblación, que los habitantes olviden y dejen atrás sus hogares, trasladándose a otras zonas y poco a poco descontaminar la zona. Quieren que la tierra resucite, pero aún no saben si eso es posible. Quieren que la comunidad se marche y deje de enfermar y denunciar, pero en realidad no tienen acogida en ningún otro sitio, son demasiado pobres. Trabajé dos años en los Bajos de Haina intentando comprender que había sucedido y porqué se repetía lo mismo en otras partes del mundo. No lo entendí, ninguna razón valía. Quizás Paraíso de Dios se convierte en ese bosque fantasma al que tenía tanto temor, transformando la fantasía infantil en realidad, recuperando las verdades del olvido que el alma anunciaba.
             Ahora, con mis treinta años de viaje terrenal sigo pensando, defendiendo y escribiendo lo mismo que en mi niñez: los bosques tienen el poder de ser eternos. Y con el alma más vieja en este cuerpo efímero me pregunto: Si lo eterno lo es porque no se destruye, ¿por qué los humanos destruimos nuestro ambiente que nos da la vida negando la posibilidad de que sea eterno?
            Y me cuestiono aún más, sabiendo que ésta será la incertidumbre que arrastre siempre: ¿Por qué si de niña tenía ya razón nadie me escuchó? ¿Por qué no se encargan los niños y las niñas con su alma todavía fuerte y pura de proteger y cuidar los bosques?
            Ellos y ellas seguro no los destruirían. No les harían daño. Los eternizarían.



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