Romagna mía


            Vivir una estadía otoñal en Forli atesora todo un abanico de ventajas transformadas en sonidos y colores. Atrapada en el murmullo del alboroto italiano, ves como todos los paseos se visten elegantes con la gama de marrones, y sientes cómo el viento agitado silba más allá de sus calles empedradas pues el pequeño centro queda cercado por pórticos que lo calman. Cada rincón retiene aroma de café, cada camino desprende una inspiración que se convierte en arte.
            Su vida transcurre a pedaladas, cada habitante, cada visitante se mueve en bicicleta. Recuerdo la mía azul turquesa, y cómo el abuelo Osvaldo la sanaba siempre después de un traspié. Mi estancia de un año como educadora en una residencia de ancianos, hizo que conociese a sus gentes y amase sus tierras del pasado y del presente.  Osvaldo pertenecía a ella; también Olimpia y Luisa, mis dos eternas, ancianas y reconocidas amigas escritoras. Me brindaron tardes colmadas de historias de vida, exilios y luchas partisanas.
            El viaje de ese otoño, diez años atrás, encubre esencias de vital permanencia: pedaleo aún con mi bicicleta desde mi tierra, y sigo leyendo poemas que heredé para siempre de ellas:
“E su quei cieli te ne vai lontana / Y sobre esos cielos te vas lejos
una lacrima morde la tua faccia  / una lágrima muerde tu boca
e tace la tua bocca calda  / y calla tu boca caliente
che mi resse folle  / que me vuelve loca”


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