Un eterno taquillón.


Lo último que teníamos que retirar de la casa era el majestuoso taquillón de madera noble maciza que desde hacía más de sesenta años reinaba en el recibidor. Llevábamos días intentándolo, pero éramos incapaces. Allí llevaba intacto más de un mes, solo quedaba él, ajeno al vacío  y a la soledad del resto de habitaciones. Su fría piedra de mármol blanco seguía abrigada por el paño de ganchillo que la abuela había tejido años atrás cuando sus manos aún no temblaban. Sobre él, toda una historia de vida. Más de veinte retratos descansaban erguidos mirando hacia todos los lados. Vivos y muertos seguían cobijados en el regazo de este viejo taquillón. No tuvimos más remedio que compartir cada mes el taquillón entre todos y todas, tal y como la abuela, que fue la última en irse, lo dejó. Ahora nietos y nietas seguimos cuidándolo y restaurándolo siempre que ha enfermado. Lo lijamos con cuidado acariciándolo y lo vestimos de nuevo brillante de barniz. Y sobre el paño de ganchillo ya amarillento colocamos, como siempre hizo mi abuela, una fotografía de cada nacimiento, de cada historia de amor.

Comentarios