El misterio de la Serranía


La habitación se iluminó tenuemente con los primeros rayos del sol. Eran apenas las seis, y la dulce voz de Leticia les dio los buenos días. Fran y Marisa brincaron enseguida de la cama; desayunaron en menos de un suspiro y, vestidos para la ocasión y discretamente perfumados, esperaron en silencio a que su mamá ultimase las mochilas para el día de viaje.
La abuela Remedios había muerto la noche anterior. En medio de sus últimos delirios había llamado a Leticia y a sus dos hijos; tenían que recoger en el tercer cajón de la cómoda, escondida en un sobre cosido en el revés de un pantalón, una carta exclusiva para ellos. Cuando llegaron, la entrañable abuela gruñona, descansaba ya eternamente. En menos de dos segundos Fran tenía en sus manos la carta, primero le pudo la curiosidad, después le apoderó el llanto. Fue Marisa, la inestable adolescente, la que puso voz a las palabras de la abuela; Leticia, miraba a su madre en silencio.
  "Querida Leticia, dirijo estas palabras hacia ti, por ser tú la principal escucha de mis días y de mis inoportunas locuras. Hija, tú y los tuyos, seréis los encargados de cumplir mi último deseo; tus hermanos olvidaron su responsabilidad tiempo atrás, y aunque llorarán, no quiero que decidan mi entierro, y quedarán fuera de toda herencia material y espiritual si perturban mi anhelo. Leticia, deseo ser enterrada junto a don Francisco, cerca, muy cerca de su parcela de tierra, dónde la última vez que lo visité crecía salvajemente el espliego. Os dejo todo preparado: el dinero para el traslado y la funeraria perfecta (son muy amables y ofrecerán un servicio de comidas delicioso durante el viaje). En el pueblo os recibirán con calidez y alegría; Reme, la panadera, se encargará de que toda la familia esté acogida y tranquila. Os quiero mucho cariño; gracias por cumplir este deseo."
Leticia siempre supo que su madre querría ser enterrada en su pueblo natal; allí la llamaban sus entrañas, su historia, su alma enajenada. En la carta que dejó escrita, postulaba ese derecho y ese deber; firmado bajo notario, excluía de la herencia a cualquier familiar que estuviese en contra de su tan anhelado último deseo.
Justo a las siete en punto, el coche fúnebre partió de Valencia. La anciana fallecida y su extensa familia por ramas contenta o apenada, el chófer ofrecido por la funeraria, el micro autobús ocupado por las vecinas y los tres camareros que ofrecerían el catering formaban la comitiva. 
Enseguida atravesaron campos llanos repletos de naranjas; después llegó el paraje abrupto y hermoso de la comarca de los Serranos. En menos de una hora de viaje, la difunta llegaba a su tierra natal. El pequeño pueblo les recibió en el más absoluto silencio, recogido por los montes, aguardaba el retorno de “la Remedios”, la cuarta hija de Manolo y Elena, que fue repudiada por no ser legítima y que creció junto a la única persona que la llevo consigo, don Francisco, el loco y solitario maestro.
 Al entierro asistió absolutamente todo el pueblo, hasta un rebaño de ovejas posicionadas elegantemente en la pendiente del cerro, despidió a la difunta. Todos los tíos, tías, primos y primas lloraron, fingiendo la melancolía por alguien que hace ya tiempo no echaban de menos. Leticia y sus hijos, agarrados fuertemente de sus manos, sonreían por cumplir su deseo. La vieja tumba del tan nombrado Francisco lindaba exactamente con la de Remedios. El entierro, fue un entierro de lo más normal, pero sorprendía e inquietaba que la gente del pueblo riese continuamente y se abrazasen con euforia, incluso llorasen, pero de alegría. Celebraban con un exacerbado entusiasmo la muerte de Remedios.
Tras el entierro, la familia, las vecinas y demás marcharon rápidamente de nuevo a la ciudad. Esa tierra, no era la suya, y la muerta ya descansaba bajo ella; con la foto en sus mesitas cumplirían recordándola siempre.
 Leticia quiso restar unos días allí, quería sentirse cerca de su madre, y a su vez entender porque la gente del pueblo había celebrado tanto su muerte; pero nunca nadie le explicó, ni tan siquiera Reme, la entrañable panadera. La gente del pueblo la miraba y le sonreía, pero nadie respondía sus dudas, así que decidió regresar a Valencia sin ninguna explicación.
Cuando entró en la ciudad por la avenida principal, dirigió su coche hasta la residencia dónde, inmerso en otro mundo, vivía aún su padre. Leticia quería contarle cómo había ido el entierro. Allí estaba sentado en un verde sofá, recostado sobre un gris y viejo cojín. Le besó en la frente y él la miró de manera nerviosa y desconfiada, no la reconocía. Enseguida se calmó y volvió a mirarla confuso. Llevaba meses sin reconocer su entorno más inmediato; Leticia, le susurró algo al oído, y comprendiendo quién era, le devolvió la mirada y lloró de alegría. Luego volvió a mirarla fijamente y vehemente dijo que él también en breve volvería a su tierra. Después se adormeció apretando la cabeza de su hija sobre su pecho, y entre sueños empezó a desvelarle en voz muy bajita un secreto…:
  - “Leticia, mi pequeña, soy muy feliz que hayas sido tú quién haya cumplido el deseo de tu madre. Tú eres la única que puede comprender nuestro secreto, mi pequeña… Para ella, la persona más querida era don Francisco, él la crio y le traspaso todos sus conocimientos. Don Francisco estaba loco, o eso decían, pero tu madre siempre compartió y defendió su locura. Los dos creían que antes de que existiese el pueblo un gran lago lo cubría todo; misteriosamente un día el agua desapareció arrastrando fango y lodo, pero dejó todas las bellas rocas acumuladas en su fondo como un tesoro que corresponde ahora a las montañas. Todo ser humano que nace en la zona tiene que ser enterrado cerca de ellas, por ello el cementerio se halla junto a sus pies. Ellos estaban seguros de que allí nada desaparece para siempre, que siglos después volverán las aguas y de nuevo su fondo cobrará vida. Allí estarán enterrados sus cuerpos y entonces resurgirán de nuevo. La memoria de tu padre se desvanece, pero siempre tengo presente en lo que creyeron, me hicieron creer a mí y a todo el pueblo. Me emociono al saber que los dos ya descansan allí, cerca de los espliegos y rodeados de miles de plantas aromáticas. Todos enloquecimos con la idea, pero todos creemos en ella. Por eso sé que todos y todas celebran su muerte. Leticia, mi pequeña… cuando yo muera quiero también volver allí, quiero estar cuando las aguas vuelvan y la vida curse de nuevo…”
 Leticia enmudeció ante el misterioso secreto, sus padres en algún momento del ilimitado tiempo, volverían a existir. Miró a su padre cómo de nuevo perdía el rumbo de su mirada, y dejaba de reconocerla y con la carta de su madre aún en su bolsillo, le prometió llevarlo de vuelta.
Cuando regresó a casa con sus hijos, deseó también pertenecer a aquel lugar, dónde sus padres nacieron y dónde los dos querían morir y volver a nacer. Así que, al día siguiente con los primeros rayos del sol los despertó:
-Buenos día pequeños, hoy nos preparamos también para un viaje, volvemos al pueblo de los abuelos, vamos a elegir una casa dónde vivir…

http://lasalcublas.blogspot.com.es/2013/05/fallo-del-iv-certamen-de-relatos-las.html


Comentarios

Publicar un comentario