El mar de Briançon



            En el mar jugó durante años a retener los instantes, reposaba sus pies desdibujados por la espuma de las olas en la orilla anhelando atrapar el placer eternamente. Pero el mar, traicionero, rodeaba sus dedos acariciándolos para más tarde desaparecer en la inmensidad de su fondo. Siempre otro mar, siempre otras aguas que bañaban su piel y desaparecían llevándose poco a poco algo de él. Su tiempo estaba marcado por las horas que pasaba perplejo frente al horizonte escuchando el sonido continuo y armonioso del vaivén de las olas. Por eso, cuando Arturo escuchó la voz sinuosa de Él por teléfono para el encuentro, no dudó en secar su piel arrugada por el mar. La llamada cambió su rumbo, sus pies caminaron distinto para encontrarse con Él, dejando atrás el horizonte elegantemente colocado entre el cielo y el mar.
            Cuando llegó, lo rodearon enseguida, Él y las montañas lo apretujaron en el espacio de la infinidad y se sintió tan pequeño, que creyó diluirse junto al rocío que caía; y se sintió libre, muy libre. La sequedad emblanquecía su piel a rodales, pero el sudor que aún guardaba de la humedad de su mar y que tiernamente le produjo Él en cuanto le rozó, le ayudaron a mitigar y endulzar la piel.
            Los primeros días extenuado por el ajetreo nocturno de los cuerpos, vislumbraba la señorial cordillera que se alzaba justo tras el alféizar de la ventana; no veía más allá de la montaña escarpada, pero no necesitaba traspasarla, no quería subir y después bajar. No podía ver el horizonte que tanto tiempo había observado paralizado, pero sintiendo el sol más cerca que nunca, lo recolocó más allá del cielo. Solo bastaba mirar hacia arriba y lo hallaba de nuevo. Mientras, sus pies secos, cicatrizaban las caricias recibidas por el ya lejano cristal azul turquesa.
       Los días pasaban porque el tiempo los empujaba, la majestuosidad del entorno eternizaba milagrosamente todos los momentos. Solo las estaciones poseían el poder de cambiar las imágenes. El paisaje redecoraba sus cuerpos en cada estación.
            Se desnudaron incansables veces frente al blanco tupido de las montañas. Cada noche se abrazaban más fuerte, pues el helor de la madrugada azotaba como un látigo los cuerpos siempre desvestidos. Ellos, protegidos por el sudor de sus sexos, calentaban hasta sus pies fríos.
            Despertó mil veces con el estampado de las flores silvestres reflejado en las sábanas nuevas de la primavera. Y en cada despertar, de cualquier estación pensó que en aquel lugar siempre volaban alrededor de las cimas los instantes; descendían solos colándose por las ventanas, convirtiéndose en eternos. En su mar los instantes se ahogaban tras cada ola, casi tras cada descuido de su pensamiento.

           Bajo el cielo estrellado como techo, se sentía seguro. Caminando por los caminos nacidos de piedras ancestrales alejaba sus incertidumbres. Seguía sintiendo su sangre azul mediterránea; su cuerpo formado por agua cálida y ajetreada lo enloquecía en ocasiones para salvajemente volver a su cauce. Pero, sus ya madrastras montañas lo salvaban de las corrientes; Ellas testigos de la conservación de los secretos , guardianas de la eternidad de los instantes habían bendecido su espacio, su tiempo junto a Él. Ahora, los dos podrían escalarlas, abandonarlas; podrían los dos sumergirse bajo el mar, sucumbir a la fuerza de los ríos, perderse en los desiertos más longevos, que su amor ya estaba consagrado en el instante eterno. Así, si alguna vez se sentían perdidos, solo tenían que una y otra vez volver allí, a la inmensidad de los Alpes, al pequeño hogar de la ladera oeste de Briançon.
                    

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