La silla voladora
Julia eligió el
martillo que su abuelo le indicó. En el estante superior de la única ferretería
del pueblo encontraron más de una veintena de diversos martillos,ordenados por
gamas, tamaños y colores diferentes. Su abuelo, decidido, señaló el último del estante, medio escondido y envejecido. Ese era el que justamente quería, y Julia había aprendido que
su abuelo siempre daba con lo que necesitaba, fuese cual fuese su apariencia.
Además, después de tenerlo en sus manos, recordó que era exactamente igual al
que tantas otras veces había visto utilizar.
Así, con la última herramienta que
les hacía falta regresaron al taller dónde la abuela pacientemente los esperaba
sentada en su silla de ruedas. El dispositivo mágico que años antes había
colocado el abuelo en la parte trasera del respaldo de la silla colgaba, roto y
descolocado, bocabajo. La abuela, sonrió cuando los vio llegar con el martillo.
Ahora en breve, el dispositivo funcionaría, bastaba recolocarlo, y con tres
golpes semi-secos y pausados quedaría ajustado.
Julia recordaba desde niña a sus
abuelos en el taller, horas y horas creando millares de artilugios mágicos. Sí,
sus abuelos eran inventores, los mejores de la zona. Durante años habían creado
artefactos maravillosos que habían alegrado y beneficiado a todo el pueblo: el
"sombreroparaguasconvertiblencanoa", el
"cepilloreponedientes", el "secatendederoinvernal", el
"cumplesueñosrepetitivos", el "lápizmultilenguasnolatinas...
Por eso, cuando la abuela necesitó
reposar sus piernas en su silla, cansadas ya de caminar, reinventaron la silla
de ruedas. Con el aparato "elevasillaspropulsor", la silla se
convertía en una silla voladora. Pero en todo invento, las herramientas eran
fundamentales, y el martillo era la pieza clave por sus melodiosos golpes para
ajustar con éxito el aparato.
En menos de dos minutos el abuelo
golpeó las tres veces necesarias el aparato, fijándolo en su exacto lugar. La
silla voladora ya funcionaba, y ahora la abuela podía sobrevolar el pueblo,
saludar a sus vecinas y ultimar las compras antes de que el sol se escondiese
tras la última cuesta del empinado pueblo.
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