LA PROVENSAL: más allá del horizonte
El sol, aún
metido entre sábanas azul oscuro, se desperezaba poco a poco mientras yo
rascaba con energía el hielo de la noche fría que cubría las ventanas del viejo
Renault. Estaba feliz de abandonar mis amadas montañas por una semana, pues
ellas son las que equilibran mi vida pero a su vez me roban continuamente la
visión del horizonte, la etérea línea que separa el cielo de la tierra, mi otro
apreciado tesoro. Me había olvidado de él, tras tanto tiempo sin disfrutarlo.
Una mañana que la nieve caía con
dureza, admiraba melancólicamente imágenes de los confines de la Tierra en
internet y curioseando encontré una interesante pareja que ofrecía alojamiento
en su casa burguesa exclusivamente para disfrutar de los mejores horizontes de
Francia. No lo dudé y contacté con ellos, dos días después abandonaba, muy
temprano, por unos días Briançon, la ciudad más alta de Europa.
Atravesé el majestuoso Puerto de Lautaret, con sus más de 2057 metros de
altitud. La fuerza de su paisaje siempre me ha dado respeto, me intimida su
belleza intacta durante miles de años. Con la ventanilla abierta me gusta
expandir mi brazo completamente, fingiendo tocar las cimas de todas sus
montañas. El viento que se siente en el puerto de Lautaret es misterioso,
cuando lo siento imagino que esconde luchas continuas de guerreros del viento
seco del sur contra guerreros del viento húmedo del norte y que encubre
batallas en las laderas siempre cubiertas de nieve. Las cimas son tan altas en
el puerto de Lautaret, que en su recorrido solo puedes intuir el horizonte;
pero poco a poco desciendes y los valles se abren ante ti repletos de diminutas
aldeas recostadas a los pies de los Alpes.
Mi rumbo era el Ardèche francés, una
encantadora región repleta de grandes extensiones de viñedos, perfumada por
miles de campos en flor y maquillada con delicadeza por los preciosos bosques
de castañas y el río Rhone. En una de sus dulces y verdes colinas encontré mi
destino: “La Provensal”. Un desgastado cartel de madera colgado en un muro
ancestral de piedra anunciaba su nombre y la entrada principal a la elegante
mansión burguesa. La casa estaba rodeada por un inmenso jardín mimosamente
cuidado, con columpios, merenderos y un pequeño bosque salpicado de creativas
cabañas de juegos de madera.
Cuando llegué, la pareja,
medianamente anciana me esperaba en la puerta principal. Con un abrazo más que
acogedor, me dieron la bienvenida y las gracias por escoger compartir su
horizonte. Rápidamente me invitaron a recorrer la casa junto a ellos. Constaba
de once habitaciones, tres salones grandes, dos pequeñas salas de té, varios
baños, una vieja cocina y cuatro terrazas principales. Estaba intacta desde
principios de siglo, techos altos, ventanas elegantemente colocadas y miles de
muebles antiguos cargados de historias conformaban la majestuosa casa. En los
pasillos, viejos álbumes con fotografías en blanco y negro de otras
generaciones estaban dejados sobre mesas de porcelana. Mi habitación
situada en el primer piso te trasladaba a los primeros años del novecientos, en sus armarios pude encontrar zuecos de madera de principios de siglo, distinguidas pamelas estivales de paja… Estaba tiernamente asombrada de la magia de la mansión, del cuidado que desprendían todos sus espacios.
situada en el primer piso te trasladaba a los primeros años del novecientos, en sus armarios pude encontrar zuecos de madera de principios de siglo, distinguidas pamelas estivales de paja… Estaba tiernamente asombrada de la magia de la mansión, del cuidado que desprendían todos sus espacios.
Cuando acomodé mis cosas de la
mochila, descendí por la ancha escalera de caracol de mármol, en la terraza que
pertenecía a la cocina me esperaba la pareja con un delicioso café y un bol
repleto de tentadoras trufas artesanales. Embrujada por la energía positiva de
la mansión, y cómoda por la hospitalidad de la pareja, iniciamos una larga
conversación mientras me dejaba llevar por uno de los primeros horizontes que
desde la mansión se me brindaba.
Cada lado de la casa, con su particular terraza ofrecía un horizonte
diferente. La parte Sur me regaló los días claros, la imagen del valle que
lindaba muy a lo lejos con mis queridos Alpes, dónde el verde chocaba
confusamente con el blancor de las montañas. Desde la parte Este que albergaba
el jardín de la cocina, pude vislumbrar, compartiendo exquisitos “Petit
déjeuner”, el límite de las pequeñas colinas verdes que limitaban tímidamente
con un cielo aún inmenso. Las terrazas Oeste y Norte amagaban el horizonte
traviesamente, pues las colinas, al igual que mis montañas se hallaban muy
cerca. Cada contemplación me llenó de nuevas energías, pero sobre todo fue la
compañía y la casa la que me embriagó de paz y de inquietas bondades.
Cuando inicié mi vuelta ascendiendo
los Alpes, no dejaba de pensar en la entrañable pareja que intercambiaba la
vista de su horizonte a cambio de escuchar la inmensidad de historias que la
casa guardaba. En cada café, cada comida, cada paseo que compartimos, me
contagiaron de vivencias de la casa, de visitas del verano, de retornos de largos
viajes, de nacimientos, de recuerdos de familiares y amigos. Escuchar aquellas
historias rodeada de antigüedades me hizo pertenecer por instantes también a la
mansión.
Ahora sé que el siguiente viajero
que llegué para disfrutar de las vistas y los horizontes del Ardèche se llevará
como yo las vivencias de más de tres generaciones, y quizás escuché también mi
historia, la de una mujer que ama las altas montañas pero no puede dejar de ver
el horizonte.
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