Diario de una nómada en Marsella: 28 de Noviembre de 2013
Aterrizamos temprano en tierras marsellesas. El
vuelo low cost despegó antes de que
Valencia amaneciese, así que como primeros viajeros matutinos pudimos disfrutar del gran privilegio de no
sentir en nuestros asientos el pegajoso calor humano del pasajero anterior. En
el aeropuerto no nos esperaba nadie, les habíamos rogado a nuestros queridos
anfitriones que fingiesen que no nos esperaban. Con una sola dirección en el
bolsillo, queríamos que la elegante y señorial Marsella nos sorprendiese
también con su descaro.
Llegamos a
la Gare routière Saint-Charles con la
Navette Aéroport Marseille Provence. Durante el camino “disfrutamos de las vistas” de los Quartiers Nord tan conocidos y difundidos por los medios de
comunicación. Los impresionantes bloques blancos garabateados alimentaron todo
el trayecto mi imaginativa como buena educadora vocacional que soy.
Cuando descendimos, cargamos nuestras desteñidas
mochilas, y nos encaminamos en la primera avenida que encontramos.
Vagabundeamos por ella, y por la siguiente, rodeados e invadidos por infinitas
terrazas, tiendas de moda, fruterías y boulangeries.
Inevitablemente nos dejamos seducir por sus famosos pains au chocolat engullendo varios y alternándolos con croissants,
hasta que finalmente la avenida Canebière
nos arrojó al Vieux Port. La ciudad,
custodia del pequeño puerto rectangular vigilaba a las variopintas
embarcaciones alineadas a derecha e izquierda. El orden de sus mástiles nos
embelesó desde el principio. Mirando al
horizonte, en el límite de las aguas y el cielo, el MuCEM Museo de las
Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo, del arquitecto Rudy Ricciotti, nos
sorprendía con su arquitectura. Arrastrados por la brisa de su mar exploramos
sin ninguna discreción todos sus rincones.
Dos, tres o quizás cuatro horas más tarde,
impregnados de sal y sentados en una de las rocas del Fuerte Saint Jean que linda con el museo, decidimos buscar a
nuestros amigos. Solo teníamos que callejear por el Quartier de Panier, donde viven su
historia de amor en una antigua casa de techos altos. Teníamos, ahora
sí, muchas ganas de abrazarlos.
No tardamos en encontrarlos. Junto a ellos y tras
una buena dosis de conversación diluida en pastis
recorrimos los recovecos más auténticos de la ciudad, aquellos canallas,
escondidos, y repletos de trueques tentativos. Nos dejamos llevar por la
delirante y poco recatada Marsella, que solo descubres con los que aman esta
ciudad, brindamos con todas sus razas, sintiendo todos sus olores. En algunos
momentos cerrábamos los ojos y despertábamos en otro lugar: un zoco argelino,
una atiborrada calle repleta de pizzerías napolitanas, una avenida colonial
repleta de teatros. No importa, Marsella hierve en mestizaje, historia y
cultura y te la ofrece a borbollones.
De madrugada volvimos a
casa, el ventanal bañado en humedades mediterráneas ambientó nuestro sueño. Pocas horas después sonaría
el despertador, los famosos y variopintos mercadillos marselleses llenarían nuestra segunda jornada…
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