21-07-2008

     Pedernales. Asfixia el aire que entra por las rendijas de la ventana, y ni el ventilador de aspas gigantes lo puede batallar. Amanece en el Caribe. En el Hotel doña Altagracia donde nos alojamos se sirven ya los desayunos; el mangú nos aguarda junto al salami, los huevos y la cebolla salteada. Vislumbro también el jugo de frutas recién elaborado. Delicioso.
     El anciano dueño, don Carlos, es tan encantador que no hemos dudado de la excursión familiar que nos ofrece para llegar hasta Bahía de las Águilas. Las cuatro hemos aceptado sin preguntas. Huimos de lo organizado.
     A las once, estamos ya subidas en los motoconchos que nos llevarán hasta el embarcadero. La excursión espontánea es guiada por dos de los sobrinos de don Carlos, pescadores o conductores según convenga. Viajaremos con dos motoconchos, tienen capacidad ilimitada. Así que iniciamos ruta, tres en cada Yamaha, bien apretaditas y sin límite de velocidad establecido.
      En el pequeño poblado “Las Cuevas” tiene el amarre la barca de los sobrinos. Pequeñita, azul, básica. Redes enmarañadas, un par de cubos y el motor. Y nosotras, ahora subidas en ella, con Henry y José, los sobrinos. Las aguas inmaculadas de la orilla se van quedando atrás y nos adentramos en altamar. La pequeña embarcación queda a merced de un mar poco apaciguado, de repente nada transparente. Las cuatro miramos su inmensidad con inquietud y no hablamos. Durante la hora del trayecto, no paro de imaginar hambrientos tiburones, mientras José no cesa de sacar agua de la barquita con los dos cubos. Pero ellos serenos, fieles al sosiego dominicano. Como espejismo veo pasar al menos cuatro lanchas rápidas llenas de turistas con salvavidas y piña colada incluida en su mano derecha.
     Bahía de las Águilas. Hemos llegado, y nos hemos despedido de los dos sobrinos, agradecidas de la experiencia. La recordaremos como única y especial. La aventura ahora consistirá en volver de otra manera. Ya pensaremos, ahora  estamos aquí, en la playa más cristalina del mundo. Sin palmeras, ni hamacas, ni hoteles. Virgen. Su azul turquesa baña todos tus sentidos. Pero el sol abrasa y la sed aparece. A lo lejos descubrimos un pequeño rancho, el único lugar autorizado en kilómetros para servir una fría.
      ¡Cuatro Presidentes más por favor! Comparte su cerveza con nosotras un lugareño que es guía 4x4. Ríe mientras le contamos nuestra aventura marítima. No lo duda ni un momento. Se acerca a sus clientes, unos refinados y amables americanos que lo han contratado para llegar hasta la playa atravesando el Parque Nacional de Jaragua. Minutos después nos hallamos sentadas en la parte trasera descubierta de su 4x4 de regreso a Pedernales. Durante el trayecto anochece y las estrellas del firmamento despiertan. Sin parpadear, contemplamos la invasión del cielo por miles de destellos. La noche nos va cubriendo con una brillante sábana blanca inesperada, y encandiladas disfrutamos del instante regalado.

      Cuando lleguemos a Pedernales, le contaré a don Carlos lo feliz que he sido hoy.

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