Amor


Querido amor:

            Sabes que en el mar jugué durante años a retener los instantes, reposaba mis pies desdibujados por la espuma de las olas en la orilla anhelando atrapar el placer eternamente. Pero el mar, traicionero, rodeaba mis dedos acariciándolos para más tarde desaparecer en la inmensidad de su fondo. Siempre otro mar, siempre otras aguas que bañaban mi piel y desaparecían llevándose poco a poco algo de mi ser. Mi tiempo estaba marcado por las horas que pasaba perplejo frente al horizonte escuchando el sonido continuo y armonioso del vaivén de las olas. Por eso, cuando escuché tu voz sinuosa para el encuentro, no dudé en secar mi piel arrugada por el mar. Tu llamada cambió mi rumbo, mis pies caminaron distinto para encontrarme contigo, dejando atrás el horizonte elegantemente colocado entre el cielo y el mar.
            Cuando llegué, me rodeasteis enseguida, Tú y las montañas me envolvisteis en el espacio de la infinidad y me sentí tan pequeño, que creí diluirme junto al rocío que caía; y me sentí libre, muy libre. La sequedad emblanquecía mi piel a rodales, pero el sudor que aún guardaba de la humedad del mar y que tiernamente me transmitiste en cuanto me rozaste, me ayudaron a mitigar y endulzar la piel.
            Los primeros días extenuado por el ajetreo nocturno de los cuerpos, vislumbraba la señorial cordillera que se alzaba justo tras el alféizar de la ventana; no veía más allá de la montaña escarpada, pero no necesitaba traspasarla, no quería subir y después bajar. No podía ver el horizonte que tanto tiempo había observado paralizado, pero sintiendo el sol más cerca que nunca, lo recoloqué más allá del cielo. Solo bastaba mirar hacia arriba y lo hallaba de nuevo. Mientras, mis pies secos, cicatrizaban las caricias recibidas por el ya lejano cristal azul turquesa.
            Los días pasan junto a ti porque el tiempo los empuja, la majestuosidad del entorno eterniza milagrosamente todos los momentos. Solo las estaciones poseen el poder de cambiar las imágenes. El paisaje redecora nuestros cuerpos en cada estación.
            Nos desnudamos incansables veces frente al blanco tupido de las montañas. Cada noche nos abrazamos más fuerte, pues el helor de la madrugada azota como un látigo los cuerpos siempre desvestidos y nos protegemos con el sudor de nuestros sexos.
            Despierto mil veces con el estampado de las flores silvestres reflejado en las sábanas nuevas de la primavera. Y en cada despertar, de cualquier estación pienso que junto a ti vuelan alrededor de las cimas los instantes; descienden solos colándose por las ventanas, y se convierten en eternos. En el viejo mar los instantes se ahogaban tras cada ola, casi tras cada descuido de mi pensamiento.
            Bajo el cielo estrellado como techo, contigo me siento seguro. Caminando por los senderos nacidos de piedras ancestrales alejo mis incertidumbres. Sigo sintiendo mi sangre azul mediterránea; mi cuerpo formado por agua cálida y ajetreada me enloquece en ocasiones para salvajemente devolverme al mar. Pero, las montañas me salvan de las corrientes; ellas, testigos de la conservación de los secretos , guardianas de la eternidad de los instantes han bendecido el espacio y el tiempo junto a ti. Ahora, los dos podremos escalarlas, abandonarlas; podremos los dos sumergirnos bajo el mar, sucumbir a la fuerza de los ríos, perdernos en los desiertos más longevos, que nuestro amor ya está consagrado en el instante eterno. Así, si alguna vez nos sentimos perdidos, solo tenemos que una y otra vez volver allí, a la inmensidad de los Alpes, al pequeño hogar de la ladera oeste de Briançon, dónde desde hace más de un año el mar alcanzó las cimas que con dulzura acarician cada el día el cielo.
             

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