El quid de la cuestión

 No lo pude resistir. En cuanto marcharon los demás de excursión al pico Garbí y ellos se quedaron les ignoré por completo. Fingí terribles dolores musculares y añadí un trabajo atrasado a realizar amagada en mi habitación.  Sólo hay que sobrevivir un par de días, me repito. Y es que es una pena, con el paisaje que nos envuelve soportarles. En la Sierra Calderona puedes olvidar que estás a tan solo treinta minutos del agua salada del mar, pero no que el resto de tu familia política, recién llegada, está en la sala de estar. En mi querido entorno vacacional existe una gran diversidad botánica mediterránea que varía en función del tipo de suelo, exactamente la misma diversidad que existe en la familia y que varía en función del tipo de cerebro.

Así que el quid de la cuestión de este viaje es la familia. La historia poco original que se repite. Unas idílicas semanas de repente aparcadas, relegadas, casi ya olvidadas.

Llevábamos tres semanas inmersos en el paraíso, mi marido, mi hijo y yo misma con mis suegros. En medio de la Sierra Calderona, en una casa inmensa de piedra, con un jardín propio de la nobleza, engalanado por una estupenda piscina recién estrenada este año. Y es que aunque eran reticentes, mis suegros, adorables y fáciles, por cierto, aceptaron construir una para que disfrutarán hijos, hija, nieta y nietos. De verdad que han sido días maravillosos, yo he disfrutado siendo la nuera perfecta, atenta, intelectual, libre y servicial al mismo tiempo. Después de nueve horas de viaje el descanso en esta maravillosa casa nos esperaba con los brazos extendidos. Todo perfecto, mañanas de juego, paellas, barbacoas. Después del delicioso postre y el reposo, la piscina, senderismo o hacer nada, a elegir a la carta. Y sexo cuando todos duermen, o cuando andan distraídos con el nieto, es decir, mi hijo. Un plan perfecto cada día. Y lectura, cuatro libros en los veinte días, de lo mismo, eso sí, novela negra, rápida y brillante. Vacaciones. Con amaneceres y atardeceres propios de postal desde la habitación conyugal. Con el olor a pino mediterráneo y lavanda que embalsama todos los rincones.

Y entonces, llega el día. Como cada año. Ellos llegan. Mis cuñados y sobrinos aparecieron de madrugada. Sonrientes, felices. Yo sentí un vuelco, mis vacaciones iniciaban su declive. Él es el hermano de mi marido, ella la mujer de él, claro, y los dos sobrinos, pues sus hijos. Todos encantadores, educados, pero vagos, enormemente vagos, vagos en continuo entrenamiento. Y aquí empieza el fin de las vacaciones, cuando duermen en la habitación superior y sus hijos en la contigua a la nuestra y no bajan ni para ver si respiran, cuando leen mientras colocamos, el resto, tenedores y platos, cuando tiendes y te miran comentando lo bien que se está en esta villa mediterránea, cuando en la siesta sus hijos, gritan y ellos ni se inmutan. Entonces sé que tenemos 48 h previas a la explosión, es lo máximo que aguantará la familia antes de la discusión en plena fideuá. Aquí está la llamada decadencia vacacional. Y ya no te envuelve el aroma a pino mediterráneo, y las piñas pueden convertirse en armas.

La explosión emocional dura poco. Una comida y una cena normalmente.  Al día siguiente fingimos, todos al completo, que en realidad nos queremos mucho, y que esto pasa en las mejores familias. Nosotros defenderemos en ese instante que es mejor aprovechar el tiempo en “petite” familia y les hablaremos de una reserva falsa de Booking, una oportunidad de última hora para pasar cuatro días los tres en Alcoceber, destino de la zona norte de la costa mediterránea valenciana por excelencia. Mis cuñados, por supuesto, se quedarán hasta el final de las vacaciones estivales. 

En fin, todos los años repetimos idéntica experiencia. Mis suegros son un sol y sostienen el verano, porque por supuesto y por encima de todo está el tiempo en familia, para compartirlo y disfrutarlo. 


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